«El mundo cambiará cuando nosotros cambiemos»

Cuando los discípulos de Jeshua le oían hablar del Reino de los cielos y de su próxima venida, pensaban que se materializaría en un mundo mucho mejor, en una tierra, Galilea y Judea, libre de la ocupación romana, libre de opresión y violencia y abundante en todo tipo de riquezas. Su conciencia no era capaz de integrar el mensaje espiritual del maestro, por eso, tras su desaparición, cayeron en la desesperanza al no ver plasmado en su realidad diaria ese Reino de paz, amor y benevolencia del que Jeshua tanto les había hablado.

Fue María Magdalena, la que, tras la resurrección, se acercó a los apóstoles para explicarles que ese reino debían buscarlo en su interior, y que, una vez hallasen la paz en su corazón, ellos mismos podrían cristalizarlo en su vida. Ella les quiso hacer entender que solo con la luz de su interior exteriorizada en forma de amor y compasión, y no con una revolución basada en el conflicto, la sociedad que les rodeaba podría convertirse en el Reino proclamado por el raboni.

Imagen de la película María Magdalena (2018), de Garth Davis.

María Magdalena, la compañera, la amada, fue la primera en cognizar y compartir la elevada enseñanza crística de Jeshua. Pero tampoco ella fue comprendida por los apóstoles y emprendió un camino diferente, para “hacerse oír”.

Hoy, cual los apóstoles en el oscuro primer siglo de la cristiandad, somos muchos los que no asimilamos que, iniciada ya la era de Acuario, aún no se vea plasmado el Reino de la luz en la Tierra. Asistimos perplejos a una cruel guerra en la vieja Europa y a múltiples conflictos originados por una intensa polaridad. La violencia, el caos, la intolerancia y falta de compasión y respeto por los otros seres que habitan nuestro planeta nos hacen dudar de que estemos en un proceso de transformación.

Nos duele lo que vemos y nos preguntamos: cómo es posible, cómo es que seguimos inmersos en esta oscuridad, cómo hay tantos que no ven, cómo hago para no sentirme aislada en mi universo espiritual.

Entonces, aparece la sagrada energía femenina (María Magdalena, Madre María, Isis, Madre Divina…), que guía este momento de evolución, y nos recuerda que solo alineando nuestro corazón con la divinidad, equilibrando nuestras emociones, estando en paz con nosotros mismos y siendo ajenos a la inestabilidad exterior, podremos poner un poquito de luz en la Tierra para que siga su rumbo hacia el Reino de los Cielos.

María le explica a Pedro dónde está el Reino de los Cielos.

Se trata de hacernos oír, como hizo María Magdalena, utilizando un lenguaje de luz y de paz, sin confrontación y sin resentimiento hacia los que no nos ven como somos. Con cada acto de amor hacia los demás, manifestaremos el cambio a nuestro alrededor. «El mundo cambiará cuando nosotros cambiemos» dice María a Pedro, en la última escena de la película María Magdalena, de Garth Davis.

Cada vez somos más los que conformamos la red de seres despiertos. Las semillas crísticas empiezan a florecer y unirse diseñando hermosos jardines. Han tenido que pasar más de dos mil años, pero el Reino prometido ya se palpa, y dentro de poco lo podremos ver con nuestros ojos.

Bendiciones

Helena Felipe

María Magdalena, más presente que nunca

Todo comenzó con Artemisa. Justo un día antes de que comenzara en España el confinamiento, la diosa de la naturaleza habló a través de ese maravilloso ser de luz llamado Mercé Carbonell para apuntarnos que la flexibilidad inherente a la energía femenina iba a sernos de gran ayuda para sortear la situación de crisis que teníamos en puertas. Artemisa nos instó a incrementar nuestra energía femenina para reconducir la experiencia traumática que íbamos a vivir, y nos llamó a ser flexibles, a adaptarnos a todo lo que estaba por venir. La adaptabilidad, otra cualidad femenina, cualidad del agua, que se adapta a cualquier terreno para seguir fluyendo. Y,  ¿hay algo que simbolice mejor lo femenino que el agua?

Diosa Artemisa, diosa de la naturaleza.

Después, en las primeras semanas del período más grave de la pandemia, una carta del oráculo de María Magdalena canalizado por Toni Carmin Salerno, Heart & Soul, nos alentaba a tomar las cosas más ligeramente y confiar y nos recordaba que somos bañados en el amor que surge del corazón de la Diosa.

Los templos de la Diosa siempre han estado en lugares de agua, porque el agua está viva y porque a través del líquido elemento las sacerdotisas de la Diosa han anclado en la Tierra frecuencias específicas para sanar, recordar y renacer. Es esa agua la que nos puede ayudar a encontrar el equilibrio en tiempos de transformación profunda. Ante las emociones que nos han abrumado, que aún nos remueven, equilibremos nuestra agua.

La gran dama del agua, María Magdalena, se ha hecho muy presente en estos meses. Ella porta la energía del Divino Femenino, es un canal de la Gran Madre, la parte femenina de la Fuente Suprema que se hace presente, ahora más que nunca, para salvar a la Humanidad.

María Magdalena.

Magdalena nos ha recordado que debemos utilizar la templaza propia de la esencia femenina para no perdernos en la confusión que genera el miedo y la preocupación. Y ha movilizado a muchas mujeres Magdalena para que hablásemos del camino que se aproxima: un camino de amor y compasión.

Es ahora cuando las enseñanzas de Jeshua y su compañera y amada vuelven a la superficie de la conciencia humana para iluminar la nueva Tierra. Este es el momento de la Iglesia del Amor, el momento de su pastora, María Magdalena, que, en estos momentos de cambio, nos acompaña con ternura y fortaleza. Ella es la promotora del cambio hacia esa conciencia elevada.

Como ella hiciera cuando estuvo encarnada al lado de Jeshua, las mujeres, durante estos meses, hemos acompañado, sostenido, cuidado y nutrido a todo aquel que lo necesitara. Hemos elevado la vibración para que la oscuridad no cubriera a la Madre Tierra justo en un tiempo en el que ella, Gaia, aumenta su frecuencia hasta un plano en el que los valores predominantes son el amor, la alegría, la unidad y la cooperación. Es todo tan sagrado, todo tan Femenino.

La mujer Magdalena es el puente entre el Cielo y la Tierra.

Cuando tantos y tantas estamos recibiendo el llamado del Divino Femenino Crístico, el llamado de las Marías, es porque estamos siendo llamados y llamadas a despertar al ser humano para que siga el proceso de ascensión. Nuestra misión es utilizar la palabra para trasmitir la sabiduría del Cielo y abrir conciencias aquí, en la Tierra. Las mujeres Magdalena somos el puente entre el Cielo y la Tierra.

El rayo de Luz Femenina es el rayo que sanará todo el planeta, es el rayo que nos guía hacia el nuevo sendero. Ser compasivo es el comienzo de este sendero y lo que se nos pide, lo que nos solicitan los seres de luz para recorrerlo, es amor: amor al otro, amor al masculino, amor a los procesos que atravesamos, incluso amor al dolor, y amor a la Tierra.

Para el día a día, nos piden que utilicemos nuestra intuición, que prestemos atención a lo que nos susurra el alma. El poder femenino de la intuición es más necesario que nunca. Abrámonos a ese poder, activemos nuestro tercer ojo para saber qué decisión tomar o cómo reaccionar ante el caos exterior y encontrar la guía en nuestro interior.

Bendiciones.

Helena Felipe

La Hermandad

Recuerdo que íbamos de la mano. Recuerdo que reíamos ante cualquier estímulo de la vida. Recuerdo que esperábamos ansiosas el momento de encontrarnos para subir a la cueva. Allí nos sentíamos completamente libres… misteriosas y seguras. A fin de cuentas, dónde mejor celebrar la presencia de la Diosa que en una cueva, lugar de sutiles formas femeninas, surcado y moldeado por el agua dadora de vida y escondite de las artes mágicas de las mujeres desde el origen de la humanidad. Allí compartíamos los secretos de nuestras familias, susurrábamos las palabras de los rituales, danzábamos al compás de los tambores y las voces del corazón, nos postrábamos ante las virtudes de cada una de nosotras y nos uníamos en una sola alma. El culto a lo Femenino era tan genuino entonces como respirar, como abrir los ojos al despuntar el alba y cerrarlos con el ocaso. Todas éramos hijas de la Diosa, hermanas, y ese era el más natural de nuestros estados de ser y de vivir.

Sabíamos de los dones y valores de cada una, y los honrábamos. No recuerdo sentir envidia, ni nada parecido a los celos cuando una de nosotras exponía su magia, ya fuera dar a conocer un nuevo remedio medicinal o ungüento milagroso, recitar un nuevo poema, cantar una maravillosa alabanza, o; simplemente, contar una buena nueva. No recuerdo caer en el desánimo si no era yo la que ascendía en la orden, o la que accedía a la sala de los honores para participar en los cultos más antiguos y secretos. No, todo era alegría por la elegida. Nada de rencores y sentimientos de baja vibración. Entre nosotras, no existían esas competencias tan propias de otros círculos.

Hoy, no tengo que remontarme mucho tiempo atrás para rememorar las tristezas provocadas por los celos, las envidias, las deslealtades y la incomprensión de mis congéneres femeninas. Muchas han caído en la trampa del sistema patriarcal que aleja a las mujeres de los valores intrínsecos a lo Femenino. Apoyarnos, sostenernos, nutrirnos, sanarnos y valorarnos desde el corazón es propio de la energía femenina. La ambición, el anhelo de poder-dominación y el deseo de destacar nos han llegado desde la energía masculina caída en el dominio del ego. Sometidas desde miles de años a un círculo patriarcal vicioso, hemos adoptado las mismas armas para sobrevivir.

Siempre le digo a mis amigas, ante sus quejas por la crueldad que muestran sus colegas, compañeras de trabajo, “amigas” o familiares; que esa forma de actuar no es propia de la energía femenina. Y no es que lo Femenino no se desvíe nunca, pero su caída de conciencia a lo que lleva es al victimismo, al chantaje emocional o a la sumisión. Pero no, las críticas despiadadas, las miradas frías de superioridad, los desplantes y humillaciones ante los demás, la indiferencia ante una buena noticia o el alejamiento repentino después de un logro no pertenecen a la esencia femenina. Todo ello no tiene origen en el corazón, y es ahí, en nuestro corazón, donde radica lo más elevado del principio Femenino, y también del principio Masculino. Pero, es la Diosa la que nos guía desde el corazón para inspirarnos a amar a nuestras hermanas. De momento, las que dejamos que su luz nos indique el camino, nos reunimos en círculo, vamos de la mano y celebramos nuestras alegrías, pero todas, todas, formamos parte de la misma Hermandad, aunque algunas no lo recuerden.

Helena Felipe

La Dama del Agua

Hay dos elementos que, desde la mitología más ancestral, han estado asociados con la energía femenina, con la diosa, con la madre: la tierra y el agua. La diosa Tierra era la diosa Madre que daba vida, y el dios Sol, en contraposición, era el fuego poderoso y procreador, el representante de la energía masculina. El agua, el triángulo acuático, nutría, generaba fertilidad. Los atributos de la tierra y del agua eran inherentes a lo Femenino.

En los lugares sagrados donde se veneraba a la Madre Tierra, se erigía un altar a la diosa. Su culto es el más antiguo de la civilización y predominó hasta la llegada de los arios del norte y sus pautas patriarcales. Eso fue a partir del año 3000 antes de Cristo.

Las cuevas, grutas y hendiduras de la tierra eran consideradas orificios de lo Femenino. En aquellos tiempos, la vida estaba ligada a la naturaleza, y su belleza, su esplendor, su fertilidad dependían del agua que, desde el Cielo, caía a la tierra para hacer renacer cualquier semilla.

Pero el fuego solar se descontroló y creó una Tierra yerma, y la separación de masculino y femenino generó un desierto árido y triste. El planeta, ahora, está sediento del agua de lo Sagrado Femenino, que vuelve a caer del Cielo gracias a que la diosa se vuelve hacer presente. Y lo hace en la energía de María Magdalena. Ella, Magdalena, es el agua, es la Dama del Agua, la Dama del Lago, y viene a despertar lo Femenino en el planeta Tierra, el planeta de la Madre.

Cuando oigo a los autores de género masculino hablar de Magdalena como la encarnación del fuego de Acuario, algo en mi interior se remueve. No, ella no es el fuego, es el agua de Acuario, es la aguadora. Imagino que al identificarla con el fuego, lo hacen simbólicamente para representar su poder, pero olvidan el poder del agua. El agua es tan fuerte que perfora la roca, y tan flexible que tiene todas las formas sin dejar de ser agua.

La letra “M” (mem), en hebreo, significa agua, la “M” es la vibración del agua, y el agua de Magdalena es la que sanará la Tierra para que dé más frutos. La fertilidad proporcionada por el agua sagrada de la fuente divina creará la nueva Tierra.

Helena Felipe

 

 

El Camino del Amor

La verdadera misión de Jesús al encarnar en Judea hace más de dos mil años no fue crear una nueva religión. Él, como avatar de la nueva era de la Conciencia Crística, como el Cristo de la era en la que nació, vino a crear un camino hacia la unidad a través del amor incondicional. En esa sagrada misión no estuvo solo. La suya era una tarea compartida con su llama gemela, María Magdalena. Ambos anclaron esa energía de amor, de alegría y de compasión con su propia unión, la unión sagrada de lo Masculino Divino y lo Femenino Divino. El de Jesús y Magdalena fue un vínculo espiritual y físico, pero, lamentablemente, su historia no fue contada con la verdad.

Las enseñanzas de Jesús versaban sobre la igualdad (entre sus seguidores nazarenos se contaba a mujeres que podían impartir los ministerios igual que los hombres), el perdón, la misericordia y la unidad. Estas mismas enseñanzas conformaron el pilar de la corriente que su amada, María Magdalena, expandió por el sur de Francia y de Britania tras la pérdida de su compañero y maestro. Yeshua (Jesús) le encargó esa tarea, continuar la misión, y trasmitir y hacer conocer el Camino del Amor a todos los seres humanos.

A pesar de que la vida de Magdalena, el avatar femenino, fue denigrada y olvidada, la semilla del Camino que creó junto a Yeshua quedó firmemente plantada y, hoy, en plena era de Acuario, es momento de recoger los frutos. Estamos asistiendo a un profundo movimiento de transformación que incluye el reconocimiento y puesta en valor de lo Femenino, con el fin de que, de nuevo, los senderos de lo Femenino Divino y lo Masculino Divino se fusionen, y equilibren y armonicen la vida en la Tierra.

Ya no más separación, no más hablar de Masculino por un lado y Femenino por otro. Este es el tiempo de la unidad, esa unidad que refleja nuestro origen divino y que nos conduce de vuelta a casa, al hogar, a Madre-Padre Dios.

Helena Felipe

Las mujeres del bosque

Las mujeres del bosque son libres, sabias y conocen el amor. No ese amor que se da entre el resto de seres, divinos todos aún sin saberlo. Ellas poseen la capacidad de comprender esa energía todopoderosa que todo lo conquista y, a quienes no saben entenderla, destruye. A través de esas mujeres, hijas de la naturaleza, fluye la Luz de la forma más pura. Porque ellas son solo el canal, el instrumento a través del cual lo Sagrado se trasmite a lo humano. Danzan entre los árboles centenarios, ríen y reciben la lluvia cual bendición del Cielo. Si el día es gris, unen sus manos, y acoplan sus almas al color de las nubes. ¡Quién dijo que la tristeza no es mágica, igual de sublime que la alegría de los días azules, cuando el sol traspasa el follaje en miles y diminutos retazos de colores!

Las mujeres del bosque no entienden de posesión, de reproches, de apegos, porque en su manual de amor divino no existen esos conceptos. ¿Cómo se puede recriminar a un ser amado que viva libremente y según sus preceptos? ¿Acaso no goza del mismo albedrío de todos los seres de la Creación? Ellas, tan inocentes en su mundo etéreo y diminuto, no son conscientes de que nadie más ama así: libremente, sin condición. Tan ingenuas y frágiles son que, cuando se las hiere, se muestran confusas. ¿Por qué ese ataque a un corazón puro y limpio? ¿Se equivocan al no demandar lo que no es demandable, al dejar que el otro siga el camino que ha elegido, al respetar cualquier acción? Tras la perplejidad, suelen buscar refugio en los recónditos rincones del bosque. Recogen su pertrechada alma y abrazan su corazón. Levantan la mirada hacia el Cielo protector y piden consejo. La Luz es siempre su guía. El perdón y la compasión, la respuesta sagrada. Así, resueltas y fortalecidas, vuelven a salir a recorrer los senderos entre los olmos, los grandes robles y los castaños rojos.

Ellas, tan únicas y valiosas, existen, viven mimetizadas entre los demás seres que conviven en esta sociedad gris, manipuladora y que solo entiende de poder y de ambición. Les resulta duro, pero tienen una maravillosa misión: hacer entender que hay algo grande, inmenso, divino, en el interior de cada uno de nosotros. Su nombre es más que un sustantivo, es energía, es Amor.

Helena Felipe