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Abrir el círculo

El círculo es un símbolo de perfección, es como un jardín cercado, ese paraíso mítico que todos aspiramos visitar. En geometría sagrada, la forma circular es la representativa del elemento agua, el elemento que da vida y nutre, que hace que la tierra se vuelva fértil. El círculo es el hogar de la energía femenina. Como tal lo entendían nuestras ancestras que, desde tiempos inmemorables, se reunían en círculos para ayudarse en sus múltiples tareas (cuidado de los hijos, cocción de los alimentos, confección de prendas…) y para la celebración de rituales.

Esa forma arquetípica que simboliza el círculo resulta, pues, muy familiar a todas las mujeres. Yo entré en contacto con ella cuando hace año y medio ingresé en un círculo de mujeres por primera vez. Ha sido una experiencia vital fundamental en mi camino de reconexión con todo lo Sagrado Femenino. He conocido hermosas y comprometidas mujeres que ya considero hermanas, he palpado y absorbido la sabiduría que toda mujer, per se, lleva en su interior, he sentido el amor y la compasión que somos capaces de trasmitir, he descubierto la necesidad que tenemos de expresarnos en libertad e igualdad, he crecido con las experiencias de todas, experiencias felices, dramáticas, tiernas, crueles…; he bailado y expresado mi sensualidad, he llorado con lágrimas de solidaridad y de reconocimiento, he reído como una loca y, sobre todo, he comprobado el poder de transformación de un círculo de mujeres.

Tras conocer ese poder, me aventuré a coordinar yo misma varios círculos bajo la energía de María Magdalena, la maestra que llama, a mujeres y hombres, a despertar lo Femenino en sus corazones. Son tan íntimos estos círculos, que se crean vínculos y conexiones mágicas entre mujeres que no se conocen. Es todo un fenómeno de evolución, y siento, desde lo más profundo de mi alma, que ha llegado la hora de hacer partícipe de este fenómeno a los hombres, a nuestros compañeros de vida, a nuestro complemento masculino.

Cada vez hay más hombres que despiertan su femenino. Son representantes de la energía masculina que reconocen en su interior los valores y cualidades de la energía femenina que también los conforma. Es el momento para ello, es el momento de equilibrar las dos fuerzas integradoras, y los círculos pueden ser una magnífica herramienta para ello.

Las mujeres que hemos sanado la herida de la separación de lo femenino y lo masculino y despertado a la consciencia de unidad tenemos la misión de ayudar a los hombres que cada vez vibran más con la diosa. Es hora de abrir los círculos a esos hombres, de permitirles la entrada al profundo mundo de amor, sabiduría y compasión que nos es natural a las mujeres.

Quizás el círculo deba deformarse en su forma genuina para incluir el triángulo del fuego solar y masculino, quizás no sea «matemáticamente» correcto hablar de círculos mixtos y debamos hablar de encuentros mixtos, de mujeres y hombres. O quizás, simplemente, debamos permitir  que la forma circular abrace a las dos energías divinas que, en equilibrio y armonía, harán el Cielo en la Tierra. Yo apuesto por ello: abramos el círculo.

Helena Felipe

 

El único pecado

La gran pecadora. Así ha pasado a la historia la figura de María Magdalena, gracias a los primeros padres de la Iglesia que, en el siglo IV, decidieron dejar fuera del Nuevo Testamento los testimonios escritos que dejaban constancia de su importante papel como esposa y amada de Jesús, como sucesora de sus enseñanzas y como apóstol de apóstoles.

Sin embargo, el gran y único pecado de Magdalena fue ser un espíritu libre que rompió con las reglas del judaísmo recto y limitante en el que nació y se crió.

Desafió las estrictas normas que regían en tiempos de Judea y rechazó un matrimonio concertado. Se alejó de su familia para iniciar el camino que le dictaba su corazón y seguir los pasos de Jeshua como mujer independiente.

Su inteligencia, sabiduría, personalidad magnética y capacidad para atraer a quienes la escuchaban le conferían un poder que, los hombres de la época y los padres de la Iglesia, consideraban peligroso. Entendían que podría dominar al maestro, al hijo de Dios.

Magdalena se mostraba segura ante los hombres y tenía cualidades de dirigente. Gozaba de autoridad y le sobraba entusiasmo. Además no le importaba el qué dirán, así que no concedía energía a las habladurías.

Rompió con las convenciones y normas patriarcales de la época para seguir su intuición, la voz del alma que reside en el corazón. Ella era un ser libre. Ese fue su pecado.

Helena Felipe

El Camino del Amor

La verdadera misión de Jesús al encarnar en Judea hace más de dos mil años no fue crear una nueva religión. Él, como avatar de la nueva era de la Conciencia Crística, como el Cristo de la era en la que nació, vino a crear un camino hacia la unidad a través del amor incondicional. En esa sagrada misión no estuvo solo. La suya era una tarea compartida con su llama gemela, María Magdalena. Ambos anclaron esa energía de amor, de alegría y de compasión con su propia unión, la unión sagrada de lo Masculino Divino y lo Femenino Divino. El de Jesús y Magdalena fue un vínculo espiritual y físico, pero, lamentablemente, su historia no fue contada con la verdad.

Las enseñanzas de Jesús versaban sobre la igualdad (entre sus seguidores nazarenos se contaba a mujeres que podían impartir los ministerios igual que los hombres), el perdón, la misericordia y la unidad. Estas mismas enseñanzas conformaron el pilar de la corriente que su amada, María Magdalena, expandió por el sur de Francia y de Britania tras la pérdida de su compañero y maestro. Yeshua (Jesús) le encargó esa tarea, continuar la misión, y trasmitir y hacer conocer el Camino del Amor a todos los seres humanos.

A pesar de que la vida de Magdalena, el avatar femenino, fue denigrada y olvidada, la semilla del Camino que creó junto a Yeshua quedó firmemente plantada y, hoy, en plena era de Acuario, es momento de recoger los frutos. Estamos asistiendo a un profundo movimiento de transformación que incluye el reconocimiento y puesta en valor de lo Femenino, con el fin de que, de nuevo, los senderos de lo Femenino Divino y lo Masculino Divino se fusionen, y equilibren y armonicen la vida en la Tierra.

Ya no más separación, no más hablar de Masculino por un lado y Femenino por otro. Este es el tiempo de la unidad, esa unidad que refleja nuestro origen divino y que nos conduce de vuelta a casa, al hogar, a Madre-Padre Dios.

Helena Felipe

El hilo de Ariadna

“Tú tienes tu propio laberinto y, en él, todas las puertas están abiertas. Puedes entrar y encontrar diversos caminos, pero tu puerta de salida está justo enfrente de la de entrada”. Entiendo ahora que este es un laberinto cuyo centro no alberga un monstruo. No, no es el laberinto del Minotauro, sino un lugar de alegría, un cruce de senderos sagrados que conduce a un círculo central donde se produce una mágica transformación, donde se alcanza la divinidad. Durante el recorrido encontramos lo humano y lo divino. Así entiendo ahora la vida, y entiendo que, para recorrerla y llegar a la salida siendo más sabios y felices, debemos usar el mismo hilo que usó Ariadna para salvar a Teseo: el hilo mágico del Amor.

Hay muchas formas de contar la leyenda del Minotauro, pero pocas son las que hacen hincapié en su moraleja o mensaje. Y menos las que destacan la figura femenina de la historia. Ariadna, la princesa cretense “pura de espíritu y corazón”, al ver a Teseo por primera vez sintió que podía ser el héroe que derrotara al terrible monstruo-dios con forma de toro que amenazaba Creta. Se enamoró perdidamente del joven príncipe ateniense, y le prometió ayuda para vencer a la oscuridad. No solo fabricó una madeja de hilo dorado que ayudaría a su amado a escapar del laberinto, sino que le protegió “con la coraza del poder de su amor”. Sí, Teseo venció al Minotauro y encontró la salida del laberinto, pero, finalmente, abandonó a Ariadna a la voluntad del dios Dionisos.

Ariadna quedó desolada, pero como discípula de la diosa Afrodita, encarnación del amor, llegó a comprender que si Teseo realmente hubiese sentido en su corazón que ella era su única amada habría luchado por ella contra Dionisos. La joven supo que debía dejarlo marchar y afrontó que “el amor que no es correspondido en igual medida no es amor”. Amó y perdonó a Teseo y este, tiempo después, construyó en su honor otro laberinto en el interior de un edificio que llamó “Templo del Amor” y consagró a Ariadna, la Señora del Laberinto.

También la leyenda del rey Salomón y la reina de Saba se teje en torno a un laberinto, una construcción de diseño sagrado que, siglos más tarde, quedó plasmada para la eternidad en el interior de la catedral gótica más importante del mundo, la catedral de Chartres. Su laberinto cuenta con once senderos de entrada y salida y, cual el de Salomón, posee un círculo central. Recorrerlo no es un mero acto de distracción. Aquel que se adentra en él se aventura al despertar de su conciencia, a descubrir su verdadero yo. Porque siguiendo las instrucciones divinas, el sabio rey del monte Sión había construido el tabernáculo para que los hombres y mujeres accedieran a Dios. Cuentan que en el círculo central, todo el que ha despertado encuentra a Dios. ¡Y que es Dios sino el amor perfecto!

En cada uno de nuestros laberintos individuales, todos hallamos senderos de entrada y de salida, y todos podemos llegar al centro si nos lo proponemos. Mi inmensa fortuna es tener las puertas abiertas.

Helena Felipe

 

Las mujeres del bosque

Las mujeres del bosque son libres, sabias y conocen el amor. No ese amor que se da entre el resto de seres, divinos todos aún sin saberlo. Ellas poseen la capacidad de comprender esa energía todopoderosa que todo lo conquista y, a quienes no saben entenderla, destruye. A través de esas mujeres, hijas de la naturaleza, fluye la Luz de la forma más pura. Porque ellas son solo el canal, el instrumento a través del cual lo Sagrado se trasmite a lo humano. Danzan entre los árboles centenarios, ríen y reciben la lluvia cual bendición del Cielo. Si el día es gris, unen sus manos, y acoplan sus almas al color de las nubes. ¡Quién dijo que la tristeza no es mágica, igual de sublime que la alegría de los días azules, cuando el sol traspasa el follaje en miles y diminutos retazos de colores!

Las mujeres del bosque no entienden de posesión, de reproches, de apegos, porque en su manual de amor divino no existen esos conceptos. ¿Cómo se puede recriminar a un ser amado que viva libremente y según sus preceptos? ¿Acaso no goza del mismo albedrío de todos los seres de la Creación? Ellas, tan inocentes en su mundo etéreo y diminuto, no son conscientes de que nadie más ama así: libremente, sin condición. Tan ingenuas y frágiles son que, cuando se las hiere, se muestran confusas. ¿Por qué ese ataque a un corazón puro y limpio? ¿Se equivocan al no demandar lo que no es demandable, al dejar que el otro siga el camino que ha elegido, al respetar cualquier acción? Tras la perplejidad, suelen buscar refugio en los recónditos rincones del bosque. Recogen su pertrechada alma y abrazan su corazón. Levantan la mirada hacia el Cielo protector y piden consejo. La Luz es siempre su guía. El perdón y la compasión, la respuesta sagrada. Así, resueltas y fortalecidas, vuelven a salir a recorrer los senderos entre los olmos, los grandes robles y los castaños rojos.

Ellas, tan únicas y valiosas, existen, viven mimetizadas entre los demás seres que conviven en esta sociedad gris, manipuladora y que solo entiende de poder y de ambición. Les resulta duro, pero tienen una maravillosa misión: hacer entender que hay algo grande, inmenso, divino, en el interior de cada uno de nosotros. Su nombre es más que un sustantivo, es energía, es Amor.

Helena Felipe