Los regalos de Avalon (1)

Dicen los maestros que cuando un lugar sagrado te llama es porque alberga en su vibración un fragmento de tu alma. Así lo he sentido en Chartres, en Montserrat y, hace unos días, en el reino mágico de Avalon, físicamente, Glastonbury. Estos tres lugares están conectados por una línea ley, una línea de energía geoenergética que localiza vórtices magnéticos en varios puntos del planeta.

Esta conexión era desconocida para mí. Yo sólo sentía un anhelo profundo por visitar determinados enclaves del mundo, y el primero que se dio fue Chartres, en la región central de Francia, en 2016. Tuvieron que pasar dos años para que surgiera la oportunidad de conocer Montserrat, en la provincia de Barcelona, y fue justo buscando información sobre este macizo sagrado cuando supe de la existencia de una línea ley o sendero del Dragón que une Chartres, Montserrat y Glastonbury. La ciudad inglesa en la que se halla “el reino de las hadas” ha sido la última parada de mi particular peregrinaje.

Después de intentar organizar un viaje que no se dio, pensé que iba a tardar mucho tiempo en poder recalar en la “Isla de las Manzanas”, pero, de forma inesperada, el Universo me puso en el camino a Glastonbury de la mano de una íntima amiga del corazón. También fue gracias a una amiga de generoso corazón que puede ir a Montserrat, así que me siento enormemente bendecida por las hermosas mujeres cuya amistad me ha regalado el Cielo y gracias a las cuales he podido realizar mis sueños viajeros.

Llegar a Glastonbury con un bello atardecer en el horizonte fue el primero de los regalos de este lugar sagrado. Las cinco componentes del pequeño grupo que nos lanzamos a esta mágica aventura dejamos las maletas a todo correr en la acogedora casa en la que pasaríamos los cuatro días del viaje y, con una emoción casi infantil, nos pusimos en marcha para subir a Tor antes de que el sol se ocultase.

Solo pisar aquellas calles ya me hacía feliz, pero ascender una de las colinas más sagradas del mundo, con un enorme disco solar encendido en rojo iluminándome, fue mágico. Todo me parecía hermoso, desde los pequeños corderitos que jugaban en la puerta de entrada al sendero hasta la imagen de una pareja que, en lo alto, se veía como una escultura gemelar.

Mientras subía por el camino que asciende en vertical iba pidiendo integrar en mi ser las energías masculinas de Tor y purificar cada uno de los chakras.

Al llegar a la Torre de San Miguel, un viento helado nos azotó, pero ese mismo viento se me antojó purificador. Decidimos abrir nuestro círculo en una rueda de piedra en la que están grabados los signos cardinales. Pedimos a los devas, maestros, antepasados y seres de luz de la montaña que nos guiaran y dieran su bendición. A partir de ese momento, cada una se dispersó para sentir la energía de la colina. Yo me agaché para respirar la hierba, para empaparme de la tierra que me recibía. Inhalé lo que sentí el olor de mi hogar.

Esa sensación tan terrena se transformó en celestial cuando atravesé las puertas de la torre, entrando por la más pequeña y saliendo por la mayor. Justo antes de salir, en el centro del anillo donde se entrelazan los mundos, invoqué la bendición de los cuatro vientos alzando mis brazos al Cielo, durante un tiempo que no superó el minuto (tal y como nos había aconsejado la archidruida de la Orden de Mogor, para no molestar a la dama anciana que vive en la montaña).

Fue allí, en ese centro, fuente de gran energía, donde una voz me susurró: “Has regresado a tu hogar”. Al salir del portal solo tenía ganas de cantar. No recuerdo lo que salió exactamente de mi garganta: unas palabras ininteligibles con una melodía. El lenguaje de comunicación era el inglés. Algo curioso, porque todo lo que me vino durante el viaje fue en ese idioma.

Se hacía de noche y queríamos sacar una foto de grupo antes de marchar, pero nadie nos acompañaba en la colina. De repente, vimos que alguien ascendía por el camino que deparaba en la puerta más pequeña de la Torre. Decidimos pedirle a esa persona que nos tomara la foto. Cuando llegó hasta nosotras, vimos que era una chica, lo que no esperábamos es que hablara castellano. Más aún, sabía euskera. ¡Aupa, qué casualidad! Resultó ser una chica sueca que vivía en Glastonbury, con novio vasco de un pueblito cerca de Gernika. Ella, Jessi, fue el más hermoso de los regalos que nos hizo Avalon. Desde ese momento, hasta nuestra marcha el domingo, no dejó de sorprendernos con su dulzura, su belleza interior, su luz y su bonita energía femenina.

Bajamos la colina de Tor ya casi sin luz para dar un primer paseo de reconocimiento por el pueblo y, después de acompañar a Jessi a casa, nos volvimos a la que iba a ser la nuestra durante unos días.

El amanecer de nuestro primer día fue un augurio de lo que nos esperaba. Sol y cielo azul. Prontito en marcha, con faldas y coronitas en el pelo, rumbo a otra colina, donde según lo que había leído empezaban todas las visitas guiadas: Wearryall Hill. Atravesamos de nuevo el pueblo y, justo en el camino a Wearryall, encontramos la capilla de María Magdalena, y abierta tan temprano. No podíamos iniciar nuestro recorrido en otro lugar. De nuevo, la maestra me atraía hacia donde radica su energía.

Con mucho respeto, mis compañeras me dejaron entrar la primera, y, nada más cruzar el pequeño portal, justo de frente, me recibió un laberinto de madera que invita a recorrerlo con el dedo, como el de la iglesia de San Martín en Lucca, Italia.

Entrar en un laberinto es siempre hacer un viaje al interior en meditación para invocar la sabiduría femenina. Esta entrada ya me sumió en un estado de apertura que se iba ampliando a cada paso que daba. Esos pasos me llevaron directamente a la capilla: blanca, impoluta, luminosa, con una pequeña cruz de madera rodeada de lirios blancos, cómo no (el lirio es la flor específica de María Magdalena).

A la entrada, a la derecha, dos iconos, el de María Magdalena y el de Margarita de Escocia (la iglesia y el hospital en el que se encuentra la capilla están bajo su advocación).

Ahí, mis lágrimas no pudieron aguantar y salieron rodando por las mejillas. No dejaron ya de verterse durante el tiempo que estuvimos en la capilla, en el primoroso jardín donde crecen impresionantes tulipanes y rosas en enredadera, y en las pequeñas salas de lo que fue un asilo de ancianos.

En una de estas salas, de nuevo el icono (de origen ortodoxo) de Magdalena. Me postré ante él para agradecer, para sentir y para embriagarme de la energía. Una energía que, tal y como me dijo el chico-ángel que cuida el lugar, es muy sanadora.

Qué bonitas y profundas emociones me embargaron en esta sagrada construcción. Todo allí invita a estar en silencio y sentir, sentir la huella de María Magdalena.

,Salir de nuevo a la calle fue un poco difícil, pero queríamos llegar hasta el lugar donde la leyenda cuenta que José de Arimatea, al recalar en Glastonbury siguiendo indicaciones del mismo Jesús, plantó su bastón de madera de espino blanco y floreció un árbol de la misma especie. Lo encontramos, pero lo que vimos nos decepcionó mucho. El tronco de un anciano árbol sagrado estaba rodeado de multitud, cientos o miles, de lazos de colores, al punto de que apenas se apreciaba la parte superior del tronco.

Qué tristeza que tantas personas no sepan ver que un lugar sagrado no necesita que se le dejen ofrendas. Lazos y colgantes aparecen por doquier en los más especiales enclaves de Glastonbury, afeando y ensuciando su imagen.

Nos sentamos sobre la hierba de Wearryall durante unos minutos, en silencio. Al fondo, de nuevo Tor. No es de extrañar que allí hicieran vigilia los peregrinos antes de adentrarse en el reino mágico de Avalon, y que allí, bajo el primer espino blanco, se sentaran los primeros cristianos con las sacerdotisas de Avalon para compartir enseñanzas.

Helena Felipe

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